El barrio


El barrio se despabila. Aquellos que han amanecido con resaca se agolpan en el puesto de jugos esperando su polla o algún otro remedio que cure la tembladera. A pesar de toda la modernidad embarrada a tramos, Mesoamérica se le impone al barrio. El vapor de la olla de tamales se levanta hambriento por alcanzar el cielo y el plato de chilaquiles colocado en plato desechable parece ofrenda; será porque en sus venas corre sangre de maíz y chile. Por allá alguna madre apresurada va por el jamón que hizo falta para terminar la torta para el niño, que amodorrado espera en casa para luego salir tarde hacia la escuela. Por acá, los choferes de microbús se juntan en grupos con charlas disímbolas, “el Toluca campeón”, “la Clara es pendeja”, “el choque de ayer”. Las aves, ajenas a todo ello bajan rápidamente por alguna migaja. El camaleón, personaje eternamente drogado, camina entre los micros pateando las basuras y nadie, se pregunta por el qué piensa; se ha vuelto una figura decorativa, en su interior, él sabe que ya está muerto, pero los vecinos no se han dado cuenta. Algunas señoras ya están en la capilla rezando el rosario y su murmullo retumba en las paredes. El puesto de periódico ofrece a la vista revistas con imágenes pornográficas, que en mi niñez el vocero ocultaba y que en mi adolescencia a escondidas se compraban. El peluquero abre la cortina de su local, ahí subiste el “casquete corto” o corte de “bacinica” según los amigos burlones. La tienda de abarrotes pervive, mientras ha consumido de a poco la vida de sus dueños. Los recuerdos de mi niñez se agolpan; han pasado algunos años y a pesar de todo, este barrio subiste. 

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