08 septiembre de 2022
Decía yo que
mi barrio era “el Cuerno” y discurría en ello y los pulques. La cuestión de las
pulquerías y el nombre del barrio, no es tema gratuito, escuché de vez en vez
que la razón de aquel cornudo bautismo se debió a que hace años vecinos del
antiguo pueblo de Santa Fe y aún del pueblo de Tacubaya emprendían camino hasta
este lugar para beber pulque que era ofrecido en un cuerno de buey o de vaca.
De ahí que se dijera “vamos al cuerno”. No tengo el dato de quién lo dijo, sólo
recurro a la memoria y ya ven que la memoria, como dicen algunos, “es la
libreta de los pendejos.” Al cuerno me han mandado muchas y también muchos, y
yo con gusto voy, he crecido en él, ya sea que por ello se entienda al de la
abundancia o al de mi barrio.
Es curioso que
“el Cuerno” conservara ese nombre, aunque no manera de oficial y lo es más, que
existan calles, (como en la que crecí y donde iniciaba el recorrido del relato
anterior), dividida en dos colonias: la “Mártires de Tacubaya” y la “María G.
de García Ruiz. No tengo noticia sobre el modo y decisión final de nombrar las
colonias citadas, pero infiero que en el proceso alguna desavenencia hubo, pues
no hayo justificación administrativa para que una sola y corta calle se
encuentre dividida en dos colonias. Mi imaginería produce y reproduce el hecho,
el cual se originó en inicial conflicto entre quienes abogaban por la historia,
y quienes defendieron la pedantería. ¿Por qué?
Es claro que
el, o los, que propusieron “Mártires de Tacubaya”, o bien eran muy conscientes
de lo que sucedió el 11 de abril de 1859 o por lo menos aquel nombre les olía a
cosa histórica importante. Prefiero pensar lo primero. Muchas veces he pasado
por el ex convento donde se cometió aquel crimen de lesa humanidad. Tomé
conciencia de ello, no por el nombre de la colonia, sino que, como es mi
costumbre, fui dando gran rodeo; me explico: en 1986 me hallaba ya en la
escuela secundaria y conocí ahí a una maestra rechoncha y de cara rosada quien
me obligó a tres cosas: primero, a trazar cualquier documento perteneciente a
esa clase, en letra manuscrita, segundo, a escribir cien veces, “no debo
subirme al piano y tocarlo con los pies” por supuesto con ese mismo tipo de
letra y tercero: a leer una novela llamada “Mujercitas”. Amén de estos deslices,
esta gran mujer me presentó a uno de los grandes, (no podía ser de otra forma),
a uno que me ha acompañado desde entonces: Don Ignacio Manuel Altamirano. La
Escuela Secundaria Diurna No 42 lleva el nombre de este personaje y aquella
mujer rechoncha, insistía con voz un tanto melosa que: “nadie debe desconocer
los datos históricos o sociales que generaron el nombre oficial de la
institución donde trabaja o estudia., pues sería, (continuaba) como aquel que
vive en el Distrito Federal, sin saber por qué se le llama así. Es decir,
(concluía), no sabe, ni dónde vive” Reconozco que en aquel tiempo yo, no lo
sabía.
En fin, que
aquella mujer me acercó a “Navidad en las montañas”. Tanto lo saboree, que intenté
rehusarme a la dinámica de intercambiar libros. La maestra ordenó comprar a
todos los varones el libro “Navidad en las montañas” y a todas las damas:
“Mujercitas”. Hizo que cada uno abriera los libros al azar, para seleccionar
una página y en ésta encerramos en círculo rojo la palabra que más nos gustara
o atrajera. En la libreta de español, se apuntó: Nombre de autor, Título,
Editorial, Año de edición, Número de página seleccionada y palabra encerrada en
círculo rojo. Semejante petición, la di
por manía excéntrica, hasta que un día, “Curiel” graciosa compañera, vociferaba
contra medio salón por el hurto de su libro. La maestra dio con él rápidamente,
gracias a la palabra encerrada en círculo rojo. Omito el nombre del compañero
raptor de libros, pero he decir que era del grupo “A”, desde aquel día notaran
en mis libros una palabra encerrada en círculo rojo y una desconfianza a todo
aquello que inicie con la letra “A”
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