Día de infancia sobre la mar
6 septiembre de 2022
A cada choque de mi frente, sobre
el cristal del antiguo camión conocido como Ruta 100 relampagueaban ideas: “un
trueno”, “una bomba”; pensaba, eliminaría de tajo a todos estos burgueses cuyas
casas y negocios veía a través de aquella pantalla móvil. Lo visto me producía
ofensa, y sin saberlo, concebía una idea de violencia legítima derivada del recelo
de “tener de unos, contra el no tener de nosotros”, o “el abuso de unos, contra
nosotros”. Aquel pueril pensamiento, correspondía perfectamente a mis 12 o 13 años
y no veía la hora de llevar todo aquello a cabo. Me regocijaba toda esa
imaginada destrucción justiciera. Llegado el momento, bien podría haber
repetido junto al caballero andante: “Gracias
doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones
delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda
coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son de algún
menesteroso, o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.” Cosa curiosa es
la ilusión, aquellas voces quijotescas duraron mucho en mi cabeza.
Casi todas las tardes salía de la
pobreza, con algunos pesos en una mano y una bolsa de nailon cargada de
recipientes con guisados y tortillas. Era hora de empezar la travesía de poniente
a sur en la ciudad de México para llevar el lonche a mi padre. Era un recorrido
que bien puedo llamar de reconocimiento o de conciencia de clase, un viaje largo
para mi deseo y corto para poder organizar nada. El viaje (después me percate
de ello) había iniciado antes de salir de casa.
De aquel hogar físico, recuerdo
el patio central rodeado de cuartos de tabique sin aplanar, abrigados por
lámina de asbesto cuyos desniveles orientaban la caída a ese mismo centro, así
que con cada lluvia, el agua formaba una fuente invertida lograda sin ayuda de los
hermanos Chávez Morado o de Torres Bodet creadores de aquel famoso “paraguas”.
Aunque es un hecho que de estos dos manantiales la piedra angular vestía, como
dice la canción “pantalón de peto y chamarra de mezclilla”.
En contraste numérico con muchas
viviendas actuales, aquella de mis infancias del siglo pasado, poseía libros y
televisión, y recalco, poseía en mucho plural los primeros y, en poco y singular
la segunda. En aquel 1986, Kenneth Turner me había mostrado México, John Reed y
Máximo Gorki me habían dado camino y las macanas de los granaderos en marchas
del STUNAM en las cuales acompañé a mi padre, me lo reafirmaron. Así que el coraje
me rebasó y encontraba resonancia en el manifiesto de Julio López Chávez citado
por Gilly en “la revolución interrumpida” y el cual yo, aprendí de memoria: Queremos destruir radicalmente el vicioso
estado actual de la explotación, que condena a unos a ser pobres y a otros a
disfrutar de las riquezas y el bienestar; que hace a unos miserables a pesar de
que trabajan con todas sus energías y a otros les proporciona la felicidad en
plena holganza. En esa década, y a esa edad para mí, el cambio… era
posible.
Al salir de hogar, la consigna se
matizaba, el barrio discurría anta mí y yo en él. Distinguía con los oídos,
primero la casa de “la campanita“, habitada por eternas sombras laborales que
uno podía ver salir presurosas por la mañanas y acompasadas por la noches, tenía
una fachada compuesta de piedras de río y enredaderas que apenas dejaban asomar
el gallardo cencerro; sin embargo, éste, agotado por los golpes suscitados por tiernas
manos que jalaban badajos y dedos risueños que apachurran timbres, quedó mudo
al ser eliminado el cordón que permitía todo aquello. Al parecer aquellas
sombras laborales apenas vislumbradas en crepúsculos y amaneceres no eran
partidarios de los niños toca timbres o campanas. Una verdadera lástima, puesto
que “el toque y arranque dichoso”, debería ser oficializada como actividad anti
- estrés urbano-nacional.
Al seguir mis pasos, ahí estaba
casi en la esquina de la cuadra la “Faraón de Texcoco” que se erguía vigorosa y
mostraba dos grandes bocas cuyos dientes flojos, permitían el paso a, por un
lado, “damas” y por el otro, “caballeros”. Sendos letreros en el quicio de cada
oquedad avisaban sobre ello. Se permitía en aquel lugar la entrada, como he
sugerido, a damas y caballeros por separado, y en cambio se prohibía a
uniformados, boleros, billeteros y perros. Siempre me pregunté la razón de
aquella prohibición en lo que atañe en particular a los perros; como quiera sea
sé, que el día de hoy más de dos se ofenderían por semejantes advertencias. Me
llamaba la atención el aserrín en el piso y la emanación de característico olor
que después y por motivos contrapuestos conocería bien. “La faraón de Texcoco”,
no era la única pulquería de aquel barrio, que por nombres de documentos se
registraba como Mártires de Tacubaya en ciertas calles y María G. de García
Ruiz en otras, sino que existían otras dos cercanas “las Cuatro Milpas” y la
“Radio”, emulas casi en todo a las de la cuadra. En todo caso, la presencia de
estos establecimientos se ligaba al verdadero nombre del barrio, el que sin ser
oficial, se impone, el que dicta la gente en uso y costumbre, el que te permite
venganza simbólica, como aquel Boulevard que lleva en un tramo el nombre de un expresidente
y todos groseramente solamente mientan como el “periférico”, así, a las
colonias del barrio donde crecí simplemente se les decía y siguen llamando “el Cuernito”
y sí, teníamos por lo menos tres pulquerías.
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