Carta a la Muerte

 Querida Muerte, cariñosa dama de mil besos, escúchame: en nada difiero de los otros, soy como todos, costal de huesos, recipiente de carroña, tabernáculo de dolores. Así pues, no te pido lejanía, antes al contrario, la presente carta es para suplicarte ser estampa permanente en mi andar. No, no soy suicida, para ello hay que tener motivo, pizca de insensatez y circunstancia propicia.


Te preguntarás entonces de dónde viene mi deseo. ¿Sabes? lo que pasa es que desde que amanecí, he caminado por veredas donde tu ausencia es notoria. En esos recovecos del bosque vital he presenciado cosas raras y que no comprendía.

He visto en la orilla de un pequeño charco a uno que tiene en la boca dientes de tiburón y que carga un letrero en el pescuezo que dice “éxito”, parado sobre otro que tendido sobre hojas de aguacate, llora, pues ha quedado chimuelo.

Al pie de un árbol tremendamente seco y del cual colgaban racimos de uva, divisé a un hombre que embutía dulces en la boca de un niño, a la vez que rellenaba con envolturas de colores el bolsillo del crío. Atrás de éste, una vieja tripona y de guantes, reía a carcajadas mientras sostenía una jeringa en la mano. Cada risotada bailaba en mis orejas, como moneda en el piso.

Vi a dos que se hallaban ceñidos con sus lenguas largas. Cada lengua relamía la espalda ajena y la pareja bailaba al compás una tonadilla pegajosa. Baile sencillo y tosco era aquello: tres pasos, pisotón al compañero, vuelta a la izquierda, tres pasos, pisotón al compañero.

He mirado muchas más cosas terribles, pero sin duda he visto por fin como mi propio andar se convertía en dientes, dulces y bailes, y me he espantado sobremanera. Querida muerte si tu silueta fuera constante, seguro que todo esto no fuera. Por ello te pido, no te alejes, no nos desampares.

Alejandro Durán Ortega

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