Teclas Invitadas.
ÉSTE YO LO PAGO
Era una tarde como cualquiera, pues las
tardes así son en la cárcel: son cualquier cosa, con el tiempo varado en su
transcurrir, anclado en ninguna parte. Sólo se sabe que atardece porque llega
la pinche hora de pasar la lista y la luz del día desaparece poco a poco. En el
atardecer se recrudece el encierro porque las rejas de las crujías se cierran
hasta la mañana siguiente... perdón, ya no son crujías, ahora se llaman
“dormitorios”, los presos ya no son prisioneros, son “internos” y la penitenciaría
del Estado ahora es el “Centro de Readaptación Social”. ¡Pinches mamadas! Pues
como dice el dicho “aunque la jaula sea de oro, sigue siendo prisión” y aunque
le pongan el nombre que le pongan, uno sigue encerrado, rodeado de una bola de
culeros que solo esperan que te descuides para chingarte lo poco que puedes
tener en un lugar como este. Y precisamente el atardecer acentúa la sensación
de que vives un mundo alterno, lleno de surrealismo donde lo absurdo es lo
cotidiano: es la hora del “carcelazo”, es el momento en que los altos y espesos
muros se te vienen encima y te asfixian, recordándote que el tiempo parece no
transcurrir, dejándote la sensación de que faltan siglos para volver a ver la
calle.
Pero de alguna manera había que pasar el
tiempo y esa tarde le tocó la guardia a Luisito. Para muchos era el jefe de
guardia más pendejo que podía existir, pero por lo menos para mí, era una
persona que nos daba un trato más humano, y cuando le tocaba cuidar el penal se
podía circular después de que cerraban las rejas a las seis de la tarde, es
decir, que había chance de salir a otras crujías pasando la lista a comprar
mota y chochos, y si había lana hasta un pomo o una grapa. En esa época había
drogas en abundancia y se vendían como si fueran pepitas. En nuestra crujía
había mota y coca, pero de repente era tentador modificar la monotonía del
encierro. Esa tarde, Alejandro y yo decidimos ir a la "4" a comprar
un toque.
Salimos con el pretexto de comprar una madera en la
carpintería. Ya en el ruedo era nada
más de pasar al lado de la torre que estaba en el centro –esa pinche torre que
era el símbolo más patente de que estábamos vigilados día y noche− y acercarnos a la reja de la crujía en cuestión. Fue
de volada, el bueno estaba esperando clientes en la reja, según esto, a la muy
discreta.
− ¿Quihubole qué Juanito? ¿Cómo está el mole?
− le pregunté al bueno acercándome a
la reja de la crujía.
− Ya sabe que aquí puro veneno mi John ¿Cuántos y de a
cómo? − me respondió
en tono confidencial y sin mirarme.
− Échame un par de los de a seis, pero de los más
rayados y no me vayas a dar de ese pinche guarumo infumable que le vendiste al
Ramón la otra vez−
Le dije dándole el dinero.
De la manga de la camisa sacó dos tubitos de mota
envueltos con páginas del legendario Libro
Vaquero. Rápidamente me los guarde debajo de la pretina del pantalón.
− Hay nomás póngase verga, y si te vi ni te conozco− Nos despidió el bueno alejándose unos pocos pasos de
la reja.
Ya de regreso a nuestra crujía a Alejandro se le
prendió el foco y me dijo: −Vamos
a la "2" a darle fuego con el Árabe.
− Ante la perspectiva de cambiar aún
más la rutina, asentí.
La crujía "2" era donde estaba el personal
oriundo de esa pinche ciudad donde nos habían apañado. Generalmente había
vagos, rateros, pendencieros, chavos banda, violadores, asesinos y dos tres
güeyes que le pegaba al arte ya en extinción del “dos de vastos”. El Árabe era
robacoches y nos habíamos hecho sus compas desde que llegamos; se había portado
chido y en varias ocasiones nos había invitado un toque. No era un hombre muy
alto y estaba sumamente flaco; sus ojos tenían un brillo profundo que daba la
impresión de que todo lo escrutaba, de que estaba pendiente de los mínimos
detalles que sucedían a su alrededor. Ya había estado varias veces encanado, es
más, prácticamente se había pasado la mitad de su vida entrando y saliendo de
la cárcel.
El celador nos abrió sin broncas... estábamos en
terreno de nadie, en la "2" cualquier cosa podía pasar. Subimos la
escalera y varios chavos de la banda de "los parchis" que estaban en
el puente nos saludaron:
− ¡Quihubole que infelicísimo!
− saludó el Yesos ofreciendo la mano
izquierda, ya que en la temblorosa derecha sostenía una mona de activo cerca de
la nariz.
− Aquí nomás mi Yesos, visitando a las estrellas− contesto Alejandro esbozando una sonrisa.
− ¿Ton’s que ese Pelón?
− le dije al Raúl extendiéndole la
mano para saludarlo.
− Aquí tirando barra mi John− dijo con desgana dando un buen apretón de mano.
− ¿Qué pues pinches chilangos? ¡Dejen algo pa’l erizo y saquen el que
cacarea! −
exclamo el Sabio queriéndonos talonear un toque.
− No pus’
no hay tal. Pero mejor que te parece si te saco la cacariza pa’ que te pongas
más contento−
Le contesto rápidamente Alejandro. Todos los presentes nos reímos
escandalosamente del albur y al Sabio no lo quedo más remedio que sonreír:
− ¡Pinches chilangos, por eso nadie los quiere! Se
sienten muy chingones y siempre tienen respuesta pa’ todo.
− No hay falla, con que nos queramos nosotros...
− fue la contestación de Alejandro.
Seguimos nuestro camino por uno de los dos estrechos
pasillos de la planta alta. Cuando llegamos a la reja tapada con cartones de la
celda 28 nos llegó el hornazo a mota mezclado con el aroma de incienso.
Tocamos.
− ¿Quién? − se oyó la voz del Árabe.
− El Infeliz y el John− se apresuró a contestar Alejandro.
El Árabe nos abrió la reja. En el centro de la celda
de dos por dos y medio metros, en el suelo, se veía el tablero de ajedrez del
Grifo; ese tablero precioso, grande y con piezas de madera y marfil que su
jefecita le había llevado antes de que la atoraran con el cargamento de
pasidrines, mismos que el Grifo vendía bien baras a la banda chochómana. Ahora
también la jefa se estaba chingando en la sección femenil y el Grifo estaba en
la "7", es decir, en la crujía de castigo, madreado, segregado, a oscuras,
oyendo el chillido de las ratas que se paseaban entre sus pies y esperando que
le abrieran un nuevo proceso por traficar pastillas dentro del penal. Del otro
lado del tablero, sentado en el suelo, estaba el Eloy con un marro de mota en
los labios y su taza de nescafé a un lado. Era igual o tal vez más flaco que el
Árabe, pero su rostro parecía el de un hombre bonachón. Estaba ahí por
homicidio y llevaba doce años de una sopa de veinticinco. Durante un buen
tiempo él había sido el segundo del bueno que introducía la mota en el penal,
pero como corría el run run de que ya mero la chispaba no quería arriesgarse y
había dejado el negocio. A la derecha, recargado en la pared, estaba sentado el
Sorcho afilando una punta hechiza en un pedazo de piedra de esmeril. Era muy
joven, y lo parecía aún más porque tenía cara de niño. Contaba la leyenda que
había matado a cinco y traía una sopa de pinchemil años, o sea que estaba
cabrón que la chispara, y si se daba el caso de que alguna vez le dieran la
libre, iba a ser ya un hombre viejo.
El mobiliario del Árabe era escaso: Sobre un guacal de
madera, pegado a la pared del fondo, había una estufa de petróleo donde
gorgoteaba hirviente, en un pocillo de peltre ya bien despostillado, el agua
para la cálida infusión que imitaba el sabor del café. Dentro del guacal había un
par de platos, dos cucharas y tres tazas (toda la “loza” y los “cubiertos” eran
de plástico) y un frasco grande de nescafé ya casi vacío. Del lado derecho del
guacal había una lata de pintura vacía que hacía las veces de basurero, un
pequeño garrafón con un chisguete de petróleo, una escoba vieja, un recogedor
oxidado, un mechudo ya bien ralito y un ejemplar atrasado del periódico El Sol
de... . En la pared de la izquierda había un póster de una chica enseñando
las tetas. Por último, había unas cobijas enrolladas en el rincón opuesto de
donde se encontraba el Sorcho.
− Que pues chilangos, que los trae por acá?
− preguntó el Árabe sonriendo y
dejándonos entrar.
− Venimos a mocharnos con un toque mi Árabe− le dije sacando uno de los tubitos de mota.
− ¡Vientos huracanados pus' que chingados!
− dijo el Sorcho ofreciéndonos el
periódico como charola para limpiar el toque.
− Guarden su mota chilangos pa’ que se den el dormilón,
ora yo los invito−
Nos dijo sonriente el Eloy y sacó mota para varios toques.
Forjé cinco cigarros en papel de estraza que yo traía
en el bolsillo y a cada quien le tocó uno, mientras, el juego de ajedrez continuó
y el Sorcho regreso a la labor de afilar su punta.
− Jaque mate. ¿Qué le pasa mi Eloy? Ya tiene rato que
no da una, hasta se me hace que me está dejando ganar−. Dijo el Árabe.
− Es que estoy bien encabronado mi Árabe y no me puedo
concentrar. Es ese pinche Buitre.
− ¿Qué transa con el Buitre?
− Preguntó el Infeliz al tiempo que
se servía agua para un nescafé y dejaba escapar el humo de su cigarro de
marihuana.
− Es que dale poder a un pendejo y se siente don
chingón. Ya ven que hace una semana la chispó el Bonfilio y pus' entre los
chamacos lambegüevos de "los parchis" y "los cadena"
nombraron machero[2]
al Buitre, y pus' se siente la verga el hijo de su puta madre.− Contestó el Árabe volviendo a acomodar las piezas en
el tablero de ajedrez.
− Y pus' ya ven que ya mero me voy y ya no vendo mota
¿Pa’ qué le juego al campión? Y la neta ya hice cuentas con el Cesáreo y ya
nomás me surte el personal ¿Pus' no el hijo de su puta madre del Buitre agüevo quería
que le vendiera un toque? Y hasta me llegó con el Tipo y el Gato fierro en
mano, quesque pa' tumbarme la mota que no les quería vender ¡Qué los mando
derechito a chingar
a su madre!
Que agarro la charrasca
y que les digo: ¡Pinche tercia de
espantapendejos, no me sirven ni pa' limpiarme el culo! Y si quieren bronca
pus’ vámonos riendo. Y pus' el Sotero y el Machín le saltaron pa’ hacerme el
paro− Nos
contó el Eloy ya de plano encabronado por recordar ese momento.
A lo lejos se escuchó la voz del Rostro cantando
"Volver Volver".
− Ya empezó a cantar este hijo de su puta madre,
con eso de que se siente Vicente Fernández− Dijo el Árabe levantándose de un
salto, abrió la reja, salió al pasillo y gritó a todo pulmón: −¡Ya cállate
culero que parece que te están parchando!− Silbó una mentada de madre y regreso
a seguir la partida de ajedrez cerrando la celda. De inmediato se comenzaron a
escuchar mentadas y rechiflas apoyando la petición del Árabe y uno que otro
grito de “¡quiero un culo!”. Pero al Rostro le valió harta madre y continuó con
su canción. Incluso todavía se echó la del “Rey” y en medio de escandalosos
recordatorios a su señora madre, se dio el lujo de agradecer a su público
exigente y conocedor.
− Pues si mi John −ahora se dirigió a mí el Eloy− aparte de eso, antier le metieron el santo niño de
atocha[3]
al candado de mi celda y me chingaron mis cosas, nomás que son majes y nunca
encontraron el clavo donde tengo mi mota. Y ese fue el pinche Buitre y su
bandita, que no se hagan pendejos. Y pa' acabarla de chingar me acaban de
correr la masa de que ayer, el hijo de su puta madre ya bien al punto, se quiso
coger al Alambrito. Si no es porque el Valente estaba haciendo su rondín, se lo
parcha agüevo.
− ¡Pero si el pinche Alambrito está bien juido y
requetebién pendejo mi Eloy, no le hace daño a nadie! Además, no mames, no creo
que ni el más caquín se quiera coger un güey como ese, nunca se baña− Dije asombrado.
− Pus' nomás pa' que mire mi John como es de pasado de
verga ese pinche Buitre−
Dijo el Eloy −Me
cae de madre que si no la fuera a chispar ya, le arreglaba su asunto al pinche
chango ese.
− ¿Cómo que le arreglaba su asunto mi Eloy?
− Preguntó Alejandro.
− Pus' la neta le daba cuello, no sería la primera vez
que mato un hijo de su puta madre como este− contesto el Eloy.
− Mejor ni le mueva mi Eloy, allá afuera ya lo están
esperando sus hijos y su esposa y pus' la neta ya fueron doce años de visita en
la pinta, ya pa’ que se embarca. Aquí como quiera en cualquier rato ya habrá
alguien que le arregle su asunto, así como es de pasado de verga no falta... −le dijo el Árabe para calmarlo.
Después comenzamos a hablar de otras cosas, de lo caro
de las grapas de coca, de que a Blas el celador lo habían torcido metiendo el
cargamento de mota y estaba en los separos, de los güeyes que habían atorado
por secuestrar al sobrino de un senador y que ya mero llegaban. En todo este
tiempo el Sorcho permaneció callado, afilando su punta en el esmeril; de vez en
cuando levantaba su mirada enrojecida para observar el tablero de ajedrez o
para recibir los nuevos toques que el Eloy se mochaba y que corrían a la
derecha, pero no interrumpía su labor: tallaba y tallaba su fierro. En una
ocasión se dio cuenta de que lo miraba, levantó la punta mostrándomela y me
preguntó esbozando una sonrisa:
− ¿Cómo la ve mi John?
− Pus’ le está quedando chida mi Sorcho.− contesté con voz ronca por la resequedad en la boca
que me había producido la marihuana.
− Ésta es pa’ cuando se me atraviese cualquier pasado
de verga que quiera jugarle al chingón conmigo.− repuso el Sorcho arrastrando las palabras y con un
extraño brillo en los ojos. Bajó la mirada y volvió a su labor.
Un rato más tarde, el Sorcho terminó su trabajo y
revisó el resultado; su punta había quedado como un picahielo grueso y bastante
puntiagudo. Se levantó, puso la piedra de esmeril y la punta dentro del guacal,
barrió y recogió las rebabas regadas en el suelo. Tomó de nuevo su obra recién
terminada y sin soltar la empuñadura, oculto la punta debajo de la manga de la
camisa.
−Cámara batos, los veo más de rato.
− Se despidió al tiempo que salía de
la celda.
Y así, fumando mota y tomando nescafé pasaron un par
de horas. Llegó un momento en que Alejandro, el Árabe y el Eloy, ya que los
tres eran buenos jugadores de ajedrez, estaban metidos de lleno en la partida.
Por mi parte, estaba tirando la pachequez con la melancolía de salir a la calle
y volver a ver el terruño. De hecho, llevaba ya tres años sin ver el horizonte,
sin sentir ese placer que produce el que tu mirada pueda posarse en la lejanía,
sin ver, en el momento en que lo desees, a la gente que quieres y que te
estima... En un momento dado, un par de lágrimas resbalaron por mis mejillas...
Ni modo, a veces duele un putamadral fugarse del encierro, y eso hasta al más
cabrón le pasa. Como olvidar esa vez que nos estábamos atizando con el
Villagrán y a éste se le escaparon las lágrimas cuando, por alguna razón que no
recuerdo, mencionó a su esposa... Si, vi llorar a ese hombre de ojos verdes, de
mirada penetrante y aterradora como jamás haya sentido en toda mi vida... Si, y
lo vi llorar por la mujer que él mismo había descuartizado y cocinado en una
barbacoa para un macabro festín... En fin, hay de tristezas a tristezas.
El tiempo siguió pasando sin pasar. De pronto, se
comenzó a escuchar barullo en la crujía, gritos mezclados de “¡Párate ahí hijo
de toda tu puta madre!”, “¡Mátalo!”, “¡Ponle en su madre!”, “¡Háblale a la
guardia!”. Al mismo tiempo, multitud de pasos a la carrera retumbaron en las
dos plantas de la crujía. Los cuatro salimos de la celda sin saber que pasaba y
volteamos a la reja que da a la torre. Perplejo, vi como el Sorcho tenía contra
los barrotes al Buitre y una y otra vez le hundía la punta recién afilada en la
espalda.
− ¡Ya no, por tu jefecita! ¡Guardiaaaa! ¡Guardiaaaaaa! −chillaba el Buitre, con el terror de que la vida se le
escapaba por los piquetes que le propinaba el Sorcho con su punta.
No conté las puñaladas. Lo cierto es que estas
solamente cesaron cuando el Buitre quedó colgado de los brazos que había
extendido entre los barrotes como queriendo escurrirse entre ellos.
El Sorcho no demostró emoción alguna. Extenuado, extrajo la punta del cuerpo inerte y la limpió con el gabán de su víctima. En medio de un total silencia se dio la vuelta y miró a los que hacían la bola como diciendo ¡quién sigue! Lentamente, caminó hacia la escalera y subió a la planta alta, nadie se interpuso en su camino. Pasó junto al Árabe, a Alejandro y a mí y ni siquiera nos miró. Se detuvo a un lado del Eloy y esbozando una sonrisa le dio una palmada en el hombro y le dijo:
El Sorcho no demostró emoción alguna. Extenuado, extrajo la punta del cuerpo inerte y la limpió con el gabán de su víctima. En medio de un total silencia se dio la vuelta y miró a los que hacían la bola como diciendo ¡quién sigue! Lentamente, caminó hacia la escalera y subió a la planta alta, nadie se interpuso en su camino. Pasó junto al Árabe, a Alejandro y a mí y ni siquiera nos miró. Se detuvo a un lado del Eloy y esbozando una sonrisa le dio una palmada en el hombro y le dijo:
− Váyase tranquilo mi Eloy. Éste yo lo pago.
Juan Francisco Escobedo Martínez
[1] Escrito en el muro más profundo de
una lúgubre crujía de alguna penitenciaría de la república mexicana, de esas
construidas durante el porfiriato.
[2] Machero: preso encargado de la
organización de la crujía. Cobra por repartir celdas, por la Talacha (limpieza) y esto
le genera un pequeño coto de poder.
[3] Meter el Santo niño de atocha es
forzar un candado con un tubo o cincel.
Imágenes:
http://mil-paisajes.blogspot.mx/2011/09/paisajes-de-mexico.html
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