Sobre los títulos y los nombres propios.
De los reyes, siguen los príncipes, de éstos les siguen los infantes, luego los duques, marqueses, condes, vizcondes varones y señores. Y es que a los humanos nos da por clasificar todo, hasta las supuestas virtudes o los supuestos defectos, (triste condición la nuestra). Las jerarquías mencionadas, las hemos escuchado y de vez en vez, la plebe las utiliza, corrijo, las usamos, (me incluyo en la plebe) regularmente para referirnos en tono de mofa a alguien que se cree superior. “Disculpe usted, señor Vizconde” se le oye decir a algún individuo, increpando a otro que ha patentado su disgusto por el pulque y su predilección por la cerveza. A algunos de nosotros, escuchar dichos títulos nobiliarios, nos producen idea vagas, puesto que, aunque los términos suenan familiares, no diferenciamos muy bien en qué consiste su papel o función en una sociedad determinada, si acaso, el referente actual más cercano para la generalidad de mexicanos, sea las películas de Disney, donde las princesas y príncipes aparecen al por mayor.
Sin embargo, hemos de tomar en
cuenta que las palabras caen en seco, se materializan, tienen ese poder de
mover almas, corazones; las palabras pueden ser pequeñas agujas o grandes
hachas. Pequeñas caricias o motivo de éxtasis. Una palabra bien aplicada puede
generar resultados concretos a quien la escucha; inclusive puede durar en el
pensamiento del oidor (entendido como el que oye) de manera permanente, la
palabra bien dicha vive en la conciencia, vive en la mente y a veces crece, a
veces parece desaparecer, pero siempre vive. Mucho respeto, cuidado hay que
tenerle.
Las palabras conde, duque, etc., refieren a categorías jurídicas que ligaban o ligan, cierta “nobleza” a cierto
estatus social y en general la propia palabra expresada para calificar a un
individuo determinado, obligaba a cierto comportamiento hacía con ella. En
general, no se espera que un príncipe o vizconde se encargue de limpiar
porquerizas por ejemplo, porque sencillamente un noble, no hacía trabajos
manuales, o los hacía con menoscabo a su título.
Dicho lo anterior y, a sabiendas
que a los mexicanos no nos son claras las implicaciones de ser noble, parece
ser que guardamos en la conciencia que la palabra usada en alguien, implica que
dicho sujeto debe ser digno de burla si es que es que el referido no es noble o
de un nebuloso respeto, sí es que sí lo es. Cosa que se concreta en nuestro
famoso “mande” como forma arcaica, pero en notable uso de contestar cuando te
llaman.
Por otro lado, los mexicanos
respondemos a otros títulos, que aunque no en el mismo grado y de diferente
categoría, se han vuelto reconocidos y se supone elevan el status de quien los
posee. Tal vez convenga recordar que originalmente la palabra título, viene del
latín titulus, y designaba a cualquier
cartel o anuncio en la pared. Tal vez por ello, a algunos padres les da por
colgar los títulos profesionales de sus hijos, como elemento decorativo en la
sala de su casa. Un título, puede ser entendido como un documento que jurídicamente
reconoce que una persona realizó tal o cual estudio. Entendido lo anterior
queda claro entonces que a un licenciado se le otorga una “licencia” para
realizar tal o cual cosa.
La obtención de un título es
deseable, por dos motivos, porque ello supondría que la posibilidad de obtener
trabajo aumenta y por otro lado, aquel que lo sustenta es objeto de cierto
estatus. Hasta hace algunos años, era común, por ejemplo que entre las familias
se deseara contar con un médico o con un abogado. El término “licenciado” era, por
así decirlo, sinónimo de éxito. El “señor licenciado” era más o menos parecido
salvando las grandes diferencias con el “Sr. Conde”. Era común el término en
nuestros presidentes, desde que se acabaron los caudillos, e iniciaron los
licenciados, hubo una preocupación de los candidatos priístas por ser
Licenciados. En ese sentido, recuerdo los esfuerzos de Peña Nieto o de Fox, sin
importar mucho las formas, el oriundo de Atlacomulco tenía que ser licenciado,
no importando que gran parte de su tesis de titulación sea plagiada. Desde aquí
se asoma el cambio: el ser licenciado se volvió una cuestión aspiracional por
estatus y no por deseo de formación. En ello radica el éxito de muchas
“Universidades” que ofrecen, licenciaturas en cuatro meses o que a base de
billetazos sueltan el título. Bonito lío donde estamos, un México donde ser
licenciado es una cuestión de estatus y no de conocimiento de una rama. En fin, será por eso que la academia se ha puesto más exigente con la maestría o
doctorado.
La obtención de un título sin
recurrir a lo arriba mencionado implica un camino difícil, así queridos amigos
hay de títulos a títulos, aunque yo sigo prefiriendo que me llamen por mi
nombre (que miren que a mi madre le costó mucho buscarlo). Pero si usted, querido
amigo o amiga, quiere que su hijo o hija obtenga el estatus sin pagar, ni en
dinero, ni en esfuerzo, puede hacer lo que un querido maestro lingüista
recomendaba, decía él, que si uno debía poner nombre a los hijos, cosa que es
de la mayor trascendencia, no para el que lo pone sino para el que lo lleva,
uno debería pensarlo más. Por ejemplo, él sugería que un buen nombre propio era
el de “doctor”, o “licenciado” así obligatoriamente cuando se le llamara
tendrían que hacerlo pos su nombre propio, y con ello tendría la mitad de la
batalla ganada, en este mundo de apariencias. “Hey doctor, te hablan”,
“llámenle al Doctor”.
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